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Fernando Savater conversa con Dios

X NO CODICIARAS LOS BIENES AJENOS

Fernando Savater

Qué difícil debe de ser cumplir con este precepto cuando la codicia parece que funciona en todo el mundo de una manera abrumadora. Vemos que una serie de personajes, incluso los más celebrados, son codiciosos, y en ocasiones de un modo insaciable. Por mucho que hayan alcanzado, acumulado o robado, nunca es suficiente. Los mayores fraudes no los cometen quienes quieren hacerse ricos, sino quienes quieren hacerse más ricos, Y esto ocurre –tú lo sabes bien- en un mundo donde millones y millones de personas viven con menos de un dólar diario. El espectáculo de la codicia desenfrenada asusta y repugna a la vez. De cualquier manera, te reconozco que la envidia –el motor de la codicia- no siempre es negativa. Me refiero a la entendida como deseo de emulación, de competencia, de hacer las cosas mejor que el otro o de conseguirlas sin quitárselas a nadie, No sólo hablamos de los objetos materiales, sino también de las virtudes de las personas: la valentía, la sinceridad o el consentimiento, también son envidiables, porque pueden producir un estímulo positivo.

Pero los hombres somos así: cuando se trata de cosas tangibles, la envidia del dinero, del prestigio, de representación ante los demás se convierte en un elemento embrutecedor. Vemos que muchas personas, en su deseo de sobresalir, empiezan a adquirir un rostro de avidez que provoca miedo.

Yo no he visto a los condenados de tu infierno. No te preocupes... si tú lo permites no tengo ningún interés en verlos de cerca, pero imagino que deben de tener esa cara de avidez insaciable y eterna que tiene quienes son codiciosos, cuando quieren poseer lo que todavía no tienen. Y qué decir de aquellos que en la historia envidiaron y codiciaron tu nombre y tu poder, de esos hombres que se consideraron a sí mismos dioses y trataron a los demás con tu estilo caprichoso y vengativo. Creo que estamos de acuerdo en que cuando se trata de cuidar las formas nunca has sido muy atento.

 

ENVIDIA Y CODICIA

Este mandamiento, tal como lo conocemos, parece desprenderse del noveno, lo cual demuestra la enorme importancia que tienen los conceptos de la envidia y el deseo.

La envidia es el más sociable de los vicios. Proviene de nuestro carácter de animales gregarios. Envidiamos porque nos parecemos unos a otros y, como ya dijimos, la mayoría de las cosas que nos resultan apetecibles son las que vemos desear a otros. Por ejemplo, cuando se hacen regalos a un grupo de niños pequeños, cada uno de ellos está más pendiente de lo que le han dado a los demás que del suyo.

En este terreno, las semejanzas nos pueden enfrentar cuando queremos lo mismo que los otros, sobre todo cuando vemos que se trata de algo que no puede tenerlo más que una sola persona. De ahí surge la competencia y la envidia que tienen su origen en nuestra sociabilidad, pero que también se convierten en una amenaza para la misma.

Para el rabino Isaac Sacca, “este mandamiento en cierta medida desencadena los anteriores. El que envidia roba, el que envidia levanta falso testimonio, el que envidia mata, el que envidia comete adulterio. La envidia es la raíz de los grandes males de la sociedad. Dios no nos convoca a apartarnos del mundo, pero nos advierte: cuidado con el descontrol de la codicia, de la envidia y de la ambición, porque eso destruye al hombre y lo lleva a matar, robar, cometer adulterio y mentir, que son los grandes males de la sociedad”.

La envidia va tan flaca y amarilla

porque muerde y no come.

FRANCISCO DE QUEVEDO

En todas las épocas ha existido esa envidia flaca y amarilla, pero a lo largo de los siglos estuvo distribuida en grupos, estamentos o castas. En las sociedades jerarquizadas, los inferiores no se envidiaban más que entre sí. No lo hacían con sus superiores. Por ejemplo, un paria de la India, considerado el estamento social más bajo, no envidia al brahmán, pero quizá sí a otros parias. Son tipos de sociedades donde la movilidad es horizontal.

Otro ejemplo se aprecia en el teatro clásico, donde los problemas están divididos por grupos humanos. Los nobles y los aristócratas tienen su propio conjunto de rivalidades y ambiciones, mientras que los criados y las personas de clases inferiores tienen sus envidias particulares. Pero son sentimientos que no interfieren unos con otros. Lo característico de una sociedad de iguales, que comienza a vislumbrarse a fines del siglo XIII es que la envidia se democratiza.

TODOS SE ENVIDIAN

Puesto que todos somos iguales, todos podemos envidiar a todos. A la persona de clase más baja le gustaría ser el gran financiero, o la gran actriz de cine o el ganador de un concurso de televisión. Ninguno de nosotros se considera excluido de nada. No creemos que haya clases determinadas, sino que “cualquier cosa que tenga el otro yo también lo puedo poseer”. De ahí que en la sociedad capitalista, con la envidia democratizada, lo que se genera es el deseo a lo más alto. En el mundo moderno tenemos la sensación de que la envidia ya no está dividida en grupos, sino que es algo más abierto y generalizado.

Hoy en día ser envidiado es un valor, una forma de prestigio, porque, en definitiva, quien nos envidia nos ofrece un relativo homenaje. Uno se siente halagado pues se siente elevado a una posición superior al que lo envidia. Por lo tanto, y aunque parezca un juego de palabras, no sólo envidiamos una serie de cosas, sino también la condición de envidiados.

Otro de los ingredientes que forman parte de estos temas es la ostentación. En otras épocas más puritanas a los ricos no les gustaba ostentar. Los poderosos de finales del siglo XIX y principios del XX vestían y vivían de manera muy sobria. Pero todo se transformó y hoy parece que para disfrutar de lo que se tiene hay que ponerlo en evidencia, de manera que se pueda ser envidiado. Nadie renuncia a aparecer en esas revistas que muestran las casa de los famosos con sus cuadros, joyas, muebles, etc. Las fiestas son exhibiciones públicas donde se va a ser mirado, para mostrar automóviles de lujo, mujeres hermosas y hombres guapos. En definitiva, la mayoría de las cosas destinadas a ser disfrutadas exigen que hay a otras personas que no las tengan, que sean exclusivas de quien las disfruta.

Pero esto no es patrimonio exclusivo de los grupos de poder. También hay envidia dentro de la miseria, entre quienes tienen muy poco. Existe en los campos de concentración, donde puede generarla un par de zapatos o un cuenco para beber agua que otro posee. La envidia no nace sólo en cuestiones superfluas, sino también en los momentos de mayor angustia ante una necesidad más urgente. Se trata, en estos casos, de uno de los sentimientos más patéticos y angustiosos que tiene que ver con el instinto de supervivencia.

 

LA DEMOCRACIA Y LA ENVIDIA

La democracia también fomenta la envidia y la extiende. La envidia también codicia ese bien que es el poder, el mando que se tiene sobre la comunidad. En este caso se convierte en un valor positivo. Por ejemplo, dentro del régimen democrático, es positiva la vigilancia que ejercemos sobre nuestros dirigentes porque somos envidiosos. No estamos dispuestos a consentir que quienes detentan nuestra representación en la sociedad posean privilegios indebidos. Aunque les otorgamos una serie de ventajas, no queremos que se aprovechen del espacio que les concedimos con nuestro voto. La propia envidia democrática los señala cuando cometen actos incorrectos y les dice: “Eso no puede ser”. A un rey absoluto, a cualquiera de los grandes monarcas de la antigüedad, nadie le reprochaba sus depredaciones, su lujuria, ni ningún otro tipo de abusos, pero a nuestros dirigentes sí, porque consideramos que son como nosotros y, como también quisiéramos tener esas ventajas, no estamos dispuestos a regalárselas si son indebidas. Así pues, en la democracia a veces la envidia funciona como un mecanismo de vigilancia política que abarca a los funcionarios, a los grandes empresarios y a los grupos de poder. En este sentido, la envidia cumple una función purificadora porque gracias a ella no pasamos por alto cierto tipo de corrupciones.

Tengo tres perros peligrosos:

la ingratitud, la soberbia y la envidia.

Cuando muerden dejan una herida profunda.

MARTÍN LUTERO

 

Según Martín Caparrós, “se supone que uno debe codiciar los bienes ajenos para poder progresar. Se supone que la forma de progresar consiste en conseguir una serie de bienes, y si uno los tiene que ir a conseguir es porque no son suyos. Entonces, si se tomara el pie de la letra este mandamiento, tendríamos que volver a una especie de comunidad primitiva, en la que nada es de nadie y todos los bienes están ahí. La aplicación estricta de este mandamiento acabaría en treinta segundos y cuatro décimas con el capitalismo, y con todos sus productos. No sería mala idea mandarle un par de e-mails al Papa para ver si no quiere insistir en que se cumpla este rarísimo mandamiento”.

ENVIDIA HALAGADORA En el mundo de la publicidad el juego de la envidia es muy curioso. Por una parte, quiere vender productos a la mayor cantidad de gente posible. Pero el publicitario también tiene que hacer que quien vaya a comprar su producto se sienta único. Tiene que vender un tipo de ropa, un alimento o un viaje que haga pensar al comprador que los va a transformar en un ser único, pero al mismo tiempo deben vendérselo a la mayor cantidad de gente posible. ¿Cómo se logra convencer a alguien de que debe adquirir un producto para distinguirse de los demás, y hacerlo de tal manera que todo el mundo pique y busque diferenciarse del mismo modo? Si la publicidad es efectiva no se tratará de una distinción, sino será un reconocimiento entre muchos. Se producirá una masificación del producto y la persona.

Donde exista una comunidad de bienes no puede haber codicia, puesto que ningún bien es ajeno. Codiciar las cosas del otro es característico de las sociedades donde existe la propiedad privada. En tales sociedades, las personas que no tienen, envidian y desean lo que otro posee. Por supuesto que la propiedad nunca es completamente privada. Toda la riqueza es social. Nadie se hace rico en la soledad o por su propio genio, porque su talento se ejerce socialmente y ésa es la clave de su éxito. Pero como todas las riquezas son sociales, también tiene como límite la misma sociedad, gracias a lo cual se puede tratar de igualar a los integrantes de las comunidades.

Cuando se produce una hipertrofia hacia un extremo y se pierde el equilibrio dentro de un cuerpo social, las cosas se pueden solucionar con la expropiación de los bienes para extender los beneficios de los que gozan unos pocos. Grandes revoluciones a lo largo de los siglos fueron el resultado de la acumulación excesiva de propiedades por parte de los poderosos, desoyendo a los demás. Por lo tanto, la solución que encontraron los revolucionarios fue tomar esos bienes y distribuirlos. Por supuesto que éstos son temas sumamente complejos donde se mezcla no sólo lo político, sino también lo moral.

Según el padre Busso, “la propiedad privada para el cristianismo es un concepto primario, pero subordinado, no absoluto. Los bienes de la creación han sido otorgados a todos. Por ejemplo, la expropiación para el bien común es algo permitido en la vida y la moral cristianas. Si la propiedad privada hiere o realiza algún acto injusto contra lo ajeno, es evidente que el bien común prima sobre el privado. El problema de la indigencia no tiene su origen en la cantidad de comensales del mundo, sino en la distribución de la comida en la mesa”.

La ambición por tener poder y dinero muchas veces sirve de tapadera de carencias que no pueden adquirirse como los bienes materiales. Quizá uno de los ejemplos más contundentes en este sentido lo haya mostrado Orson Welles en su obra maestra, Ciudadano Kane. El protagonista acumula objetos de todo tipo en su mansión de Xanadú, incluso compra cuerpos y conciencias con su fortuna. Kane había conseguido todo lo que otros afirmaban que hacía felices a las personas. Pero al final de su vida cayó en la cuenta, más allá de lo que dijeran, de que no tenía lo imprescindible: afecto y respeto real, y no ficticio o comprado.

Nadie es realmente digno de envidia.

ARTHUR SCHOPENHAUER

 

No tengo nada contra aquellos que desean cosas bellas y útiles. No me caen bien aquellas personas que aseguran no tener interés por el dinero, y que no necesitan nada. No me haría ninguna gracia que me robaran las cosas de mi casa. Pero tampoco me parece muy sano desear tener cada día más abultada la cuenta bancaria y querer más y más objetos. No hay que olvidar que aquello que tenemos también nos posee a nosotros.

Marcos Aguinis define con precisión la codicia: “Es una condena para el que la sufre –afirma-, porque lo convierte en un ser mitológico que termina por morirse de hambre, debido a que todo lo que toca es oro. Es decir, es un individuo que jamás puede satisfacerse, que jamás llega a estar feliz, porque todo lo que consigue lo lleva a desear conseguir más. Entonces es una carrera loca, es un rueda que gira en el espacio que nunca llega a ninguna parte”.

El rabino Sacca dice que “el Talmud explica que el que más tiene más codicia, el que más tiene más le falta. Si uno tiene cien quiere doscientos, si desea doscientos quiere cuatrocientos. La codicia no es una prohibición dirigida sólo a los que carecen de bienes, sino a la totalidad de los seres humanos. Éste es el último mandato de Dios, si surge el sentimiento de codicia y no lo controla, vuelve a transgredir los nueve anteriores. Se genera un círculo de transgresión permanente”.

El precepto “no codiciarás los bienes ajenos” cubre un espectro muy amplio de sugerencias y de temas. La envidia es fundamental en nuestra propia condición, y sobre todo en las sociedades democráticas, en las que vivimos. No siempre es negativa, puede servir de control democrático, y un elemento que incluso se transforme en admiración hacia personalidades destacadas.

En este mandamiento también tiene una importancia primordial el análisis de lo ajeno: ¿qué es la propiedad privada? ¿Qué es lo público? ¿Hasta qué punto alguien puede poseer algo en privado? ¿Hasta qué punto todas las riquezas humanas no tienen una dimensión social y colectiva?

Y como siempre, y tal como lo analizamos en el noveno mandamiento, la idea de que nuestro deseo está siempre despertándose al ver desear a otros determinadas cosas. Se trata en definitiva de una cuestión que se sigue enriqueciendo y reciclando y que no tiene una lectura simple. En definitiva, el análisis de la codicia nos abre a una reflexión que llega al fondo de nuestra sociedad, sobre nuestros bienes, sobre cómo los repartimos, los compartimos y convivimos.

 

LOS HOMBRES NECESITAN UN DIOS TERRIBLE

Para nosotros los mandamientos son hoy la representación de algo que existió y debe haber en todas las culturas: una lista de necesarias frustraciones de los deseos de los ciudadanos. Esto es imprescindible porque el deseo en infinito, polivalente, y no tiene límites. Por lo tanto, los mandamientos permiten, de alguna manera, frustrar parcialmente ese deseo y encauzarlo de tal forma que pueda ser soportable y armónico para la sociedad. En todas las culturas, los tabúes, las prohibiciones y también las prescripciones –en definitiva las normas- lo que hacen es implantar frustraciones socialmente aceptables.

Los diez mandamientos fueron en su momento una lista de frustraciones personales, desde el punto de vista cultural. En la actualidad algunos de ellos siguen vigentes. “No matarás” o “No mentirás” son preceptos con los que cualquiera puede estar de acuerdo. Hay otros mandamientos, en cambio, que han perdido vigencia, que no son vistos como instrumentos para frenar el deseo. Lo que debemos asumir no es la vigencia de uno u otro mandamiento, sino la idea de que vivir en la civilización implica aceptar un conjunto determinado de mandamientos que regulen de alguna forma la vida en sociedad.

Las leyes de Moisés son la respuesta a distintas acciones posibles de los hombres. Es por esta razón por lo que en nuestros días podríamos estar en presencia de nuevas reglas si tenemos en cuenta la existencia de situaciones antes desconocidas. Por ejemplo, la genética y los experimentos de fecundación artificial abren un campo a nuevas perspectivas de las que naces posibilidades que no existían. Aristóteles nunca se preguntó ni se preocupó por estos temas porque no sabía que podían existir. En cambio, hoy tenemos que plantearnos la posibilidad de que un hijo nazca sin padre, sin madre y sin una línea de filiación. Es algo que hay que aceptar, más allá de lo que se pueda hacer desde la ciencia, más allá de lo puramente científico, porque –como ya dijimos- que dicha persona nazca sin una filiación definida supone una injusticia desde el punto de vista moral. Todo esto obliga a reflexionar sobre situaciones que hasta hace poco no se podían concebir. No estamos en presencia de una nueva moral, sino de nuevos campos de aplicación de principios que se han mantenido a través de los siglos.

Los mandamientos se difundieron por todo el mundo, pero en todas las culturas siempre existieron distintos tipos de tabúes similares. Ninguna de las leyes de Dios es arbitraria pues entre ellas se encuentran conceptos morales universales. No se da el caso de culturas que prefieran la mentira a la verdad, la cobardía al valor, etc. Existen parámetros bastante homogéneos que en ciertos contextos se formulan de una manera, y en otros de otra, según los pueblos y los tiempos.

Más allá de las críticas, incluso desde el punto de vista de quienes no somos creyentes, la idea de un dios terrible, cruel y vengativo no está mal pensada, porque en definitiva todos los tabúes se basan en algo terrible. ¿Qué pasaría si no cumpliésemos? ¿Qué pasaría si todos los hombres decidiéramos matarnos unos a otros? ¿Si decidiéramos renunciar a la verdad o robáramos la propiedad de los demás o violáramos a todas las mujeres que se cruzaran en nuestro camino? Un mundo así sería horrendo.

Ese dios terrible es el que representaría el rostro del mundo sin dios. La divinidad que castiga es, en el fondo, lo que los hombres serían sin las limitaciones impuestas por el dios. Es cierto que ese Yahvé puede resultar espantoso, pero los hombres sin tabúes pueden resultar peores. Ese rostro temible del dios nos recuerda lo fatal que sería carecer de autoridad, de restricciones al capricho y a la fuerza.

Todos apostamos por la imagen que Cristo introdujo en el mundo, la de un dios martirizado, humano y cercano. No cabe duda que es una imagen poética de un ser infinitamente superior. Pero desde el punto de vista de la legalidad, el dios vengativo y cruel es mucho más eficaz, porque el amable dice: “Amaos los unos a los otros y no necesitaréis leyes”... y es verdad, pero por desgracia no nos amamos los unos a los otros. Así es como volvemos a otro precepto más contundente: “Temeos los unos a los otros y aceptad las leyes”.

 

 

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