



“Ni temor ni esperanza dan auxilio

Fuente: http://recorta.com/93d1cc
Cármen Álvarez
Fue finalista en 1993, sonó (y mucho) en las quinielas del año pasado y, por fin, en esta edición de 2008 Fernando Savater (San Sebastián, 1947) se ha convertido en el nuevo ganador del Premio Planeta con La hermandad de la buena suerte, que presentó bajo el pseudónimo Patricio y con el título La curva del Pardo.
Filósofo, escritor y traductor, ha combinado literatura y filosofía durante décadas. Consiguió hacer best-sellers de ensayos como Ética para Amador, Política para Amador o Las preguntas de la vida. Apostó por la ficción con novelas como Caronte aguarda o El dialecto de la vida y se atrevió con el texto dramático en Último desembarco o Catón. Un republicano contra el César.
Pero a pesar de haber escrito alrededor de cincuenta libros, el nombre de Fernando Savater va demasiadas veces unido a otros como ETA o nacionalismo. Es miembro de la plataforma Basta ya!y la amenza terrorista le hace vivir con escolta permanente. Mientras, él sigue defendiendo que "el nacionalismo es la inflamación de la nación igual que la apendicitis es una inflamación del apéndice" y encuentra su refugio en la filosofía.
De Spinoza hereda la defensa de la ética del querer frente a la del deber y de Nietzsche una profunda defensa de la sociedad laica. Bajo sus gafas de grandes -y excéntricas- monturas, Savater nunca ha tenido problemas en dar a conocer sus ideas y,con un pasado en el que destaca su exilio voluntario durante la última etapa franquista, hoy es uno de los impulsores del partido de Rosa Díez.
En 1993, Savater fue finalista de un Premio Planeta que se llevó el peruano Mario Vargas Llosa. En aquella ocasión, el filósofo presentó El jardín de las dudas, una novela sobre la correspondencia privada entre Voltaire y una dama francesa afincada en España.
Ahora pasa a engrosar la lista de ganadores de este galardón -el más dotado de los premios españoles ya que asciende a los 601.000 euros- y lo une a otros reconocimientos de su carrera, como el Nacional de Literatura, que recibió en 1981 por La tarea del héroe.
Difundido por:
Maximo Kinast
Fuente: El Averno http://wordpress.elaverno.net
Julio 4th, 2007
Fuente:
www.clarin.com/suplementos/cultura/2007/04/14/u-00611.htm
Difundido por AAV de Cyberateos
Artículo publicado en "El País", 3.4.4
El debate sobre la relación entre el laicismo y la sociedad democrática actual (en España y en Europa) viene ya siendo vivo en los últimos tiempos y probablemente cobrará nuevo vigor en los que se avecinan: dentro de nuestro país, por las decisiones políticas en varios campos de litigio que previsiblemente adoptará el próximo Gobierno; y en toda Europa, a causa de los acuerdos que exige la futura Constitución europea y por la amenaza de un terrorismo vinculado ideológicamente a determinada confesión religiosa. En cuestiones como ésta, en que la ceguera pasional lleva a muchos a tomar por enemistad diabólica con Dios el veto a ciertos sacristanes y demasiados inquisidores, conviene intentar clarificar los argumentos para dar precisión a lo que se plantea. A ello y nada más quisieran contribuir las cinco tesis siguientes, que no pretenden inaugurar mediterráneos, sino sólo ayudar a no meternos en los peores charcos.
1) Durante siglos, ha sido la tradición religiosa -institucionalizada en la iglesia oficial- la encargada de vertebrar moralmente las sociedades. Pero las democracias modernas basan sus acuerdos axiológicos en leyes y discursos legitimadores no directamente confesionales, es decir, discutibles y revocables, de aceptación en último caso voluntaria y humanamente acordada. Este marco institucional secular no excluye ni mucho menos persigue las creencias religiosas: al contrario, las protege a las unas frente a las otras. Porque la mayoría de las persecuciones religiosas han sucedido históricamente a causa de la enemistad intolerante de unas religiones contra las demás o contra los herejes. En la sociedad laica, cada iglesia debe tratar a las demás como ella misma quiere ser tratada... y no como piensa que las otras se merecen. Convertidos los dogmas en creencias particulares de los ciudadanos, pierden su obligatoriedad general pero ganan en cambio las garantías protectoras que brinda la Constitución democrática, igual para todos.
2) En la sociedad laica tienen acogida las creencias religiosas en cuanto derecho de quienes las asumen, pero no como deber que pueda imponerse a nadie. De modo que es necesaria una disposición secularizada y tolerante de la religión, incompatible con la visión integrista que tiende a convertir los dogmas propios en obligaciones sociales para otros o para todos. Lo mismo resulta válido para las demás formas de cultura comunitaria, aunque no sean estrictamente religiosas, tal como dice Tzvetan Todorov: "Pertenecer a una comunidad es, ciertamente, un derecho del individuo pero en modo alguno un deber; las comunidades son bienvenidas en el seno de la democracia, pero sólo a condición de que no engendren desigualdades e intolerancia" (Memoria del mal).
3) Las religiones pueden decretar para orientar a sus creyentes qué conductas son pecado, pero no están facultadas para establecer qué debe o no ser considerado legalmente delito. Y a la inversa: una conducta tipificada como delito por las leyes vigentes en la sociedad laica no puede ser justificada, ensalzada o promovida por argumentos religiosos de ningún tipo ni en atenuante para el delincuente la fe (buena o mala) que declara. De modo que si alguien apalea a su mujer para que le obedezca o apedrea al sodomita (lo mismo que si recomienda públicamente hacer tales cosas), da igual que los textos sagrados que invoca a fin de legitimar su conducta sean auténticos o apócrifos, estén bien o mal interpretados, etcétera...: en cualquier caso debe ser penalmente castigado. La legalidad establecida en la sociedad laica marca los límites socialmente aceptables dentro de los que debemos movernos todos los ciudadanos, sean cuales fueren nuestras creencias o nuestras incredulidades. Son las religiones quienes tienen que acomodarse a las leyes, nunca al revés.
4) En la escuela pública sólo puede resultar aceptable como enseñanza lo verificable (es decir, aquello que recibe el apoyo de la realidad científicamente contrastada en el momento actual) y lo civilmente establecido como válido para todos (los derechos fundamentales de la persona constitucionalmente protegidos), no lo inverificable que aceptan como auténtico ciertas almas piadosas o las obligaciones morales fundadas en algún credo particular. La formación catequística de los ciudadanos no tiene por qué ser obligación de ningún Estado laico, aunque naturalmente debe respetarse el derecho de cada confesión a predicar y enseñar su doctrina a quienes lo deseen. Eso sí, fuera del horario escolar. De lo contrario, debería atenderse también la petición que hace unos meses formularon medio en broma medio en serio un grupo de agnósticos: a saber, que en cada misa dominical se reservasen diez minutos para que un científico explicara a los fieles la teoría de la evolución, el Big Bang o la historia de la Inquisición, por poner algunos ejemplos.
5) Se ha discutido mucho la oportunidad de incluir alguna mención en el preámbulo de la venidera Constitución de Europa a las raíces cristianas de nuestra cultura. Dejando de lado la evidente cuestión de que ello podría entonces implicar la inclusión explícita de otras muchas raíces e influencias más o menos determinantes, dicha referencia plantearía interesantes paradojas. Porque la originalidad del cristianismo ha sido precisamente dar paso al vaciamiento secular de lo sagrado (el cristianismo como la religión para salir de las religiones, según ha explicado Marcel Gauchet), separando a Dios del César y a la fe de la legitimación estatal, es decir, ofreciendo cauce precisamente a la sociedad laica en la que hoy podemos ya vivir. De modo que si han de celebrarse las raíces cristianas de la Europa actual, deberíamos rendir homenaje a los antiguos cristianos que repudiaron los ídolos del Imperio y también a los agnósticos e incrédulos posteriores que combatieron al cristianismo convertido en nueva idolatría estatal. Quizá el asunto sea demasiado complicado para un simple preámbulo constitucional...
Coda y final: el combate por la sociedad laica no pretende sólo erradicar los pujos teocráticos de algunas confesiones religiosas, sino también los sectarismos identitarios de etnicismos, nacionalismos y cualquier otro que pretenda someter los derechos de la ciudadanía abstracta e igualitaria a un determinismo segregacionista. No es casualidad que en nuestras sociedades europeas deficientemente laicas (donde hay países que exigen determinada fe religiosa a sus reyes o privilegian los derechos de una iglesia frente a las demás) tenga Francia el Estado más consecuentemente laico y también el más unitario, tanto en su concepción de los servicios públicos como en la administración territorial. Por lo demás, la mejor conclusión teológica o ateológica que puede orientarnos sobre estos temas se la debo a Gonzalo Suárez: "Dios no existe, pero nos sueña. El Diablo tampoco existe, pero lo soñamos nosotros" (Acción-Ficción).
Fuente: http://www.fundaciongsr.es/madrid/savater/principal.htm
Nació en San Sebastián en 1947. Catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, tras haberlo sido de Ética en la Universidad del País Vasco. Ensayista, periodista, novelista y dramaturgo, ha publicado más de cuarenta y cinco libros, algunos de los cuales han sido traducidos a una docena de lenguas. Algunos de los más conocidos son La infancia recuperada, Ética para Amador, Diccionario filosófico y El valor de educar.
Habitual colaborador en prensa, codirector, junto con Javier Pradera, de la revista "Claves de la razón Práctica", y su intensa labor en pro de la paz en el País Vasco ha sido premiada en varias ocasiones.
Entre otros galardones ha recibido el Premio Nacional de Ensayo, el Premio Anagrama, el Premio Cuco Cerecedo, otorgado por la Asociación de Periodistas Europeos, y quedó Finalista del Premio Planeta con su novela El jardín de las dudas, centrada en la figura de Voltaire.
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Fernando Savater
Nos mandaste amarte sobre todas las cosas. Me pregunto y te pregunto: ¿tanta necesidad tienes de que te amen? ¿No es un poco exagerado? ¿No delata una especie de zozobra, de inquietud extraña? Sí... sí... ya sé que eres un dios celoso, que no acepta ningún tipo de competencia. Pero quiero que entiendas que no eres muy original. Estoy viendo que en ese aspecto sois todos bastante parecidos: excluyentes y posesivos. Siempre queréis toso el amor para vosotros. Se os ve un poco inseguros de vosotros mismos y necesitados de que los demás estemos siempre refrendando vuestra superioridad sobre el cosmos y el mundo. Mira... ni siquiera ése es nuestro problema. Nuestra verdadera dificultad son tus representantes, porque normalmente no te diriges a los hombres de forma directa. Aquellos que hablan en tu nombre son un verdadero dolor de cabeza. Siempre nos sugieren y ordenan lo que tenemos que hacer de acuerdo con su nivel de poder.
El primer mandamiento es el más religioso de todos, porque mientras que los demás se relacionan con cuestiones de comportamiento social y de grupo, éste plantea una existencia que la divinidad le demanda el individuo.
Así, un profeta anónimo le hace decir a Yahvé: “Yo soy el primero y el último; fuera de mi no existe ningún dios”; “Antes de mí ningún otro dios había, y ninguno habrá después de mí”; “Yo soy Yahvé y fuera de mí ningún dios existe”; “Todos ellos son nada; nada pueden hacer, porque sólo son ídolos vacíos”. Frente a estas formas de definirse no podemos negar que por lo menos, se trata de alguien con una autoestima superlativa y, sin exagerar, digna de un dios.
Debo admitir que, como no soy creyente, me resultaría muy difícil amarle, y que, incluso creyera, me costaría describir bien la relación que podría mantener con un ser infinito, inmortal, invulnerable y eterno. Personalmente entiendo el amor como el deseo casi desesperado de que alguien perdure, a pesar de sus deficiencias y de su vulnerabilidad. Por eso sólo puedo amar a seres mortales.
La inmortalidad me merece respeto, agobio, pero no me merece amor. Por otra parte, nunca he sabido muy bien qué se entiende por esa palabra misteriosa que otros manejas con tanta facilidad: Dios.
Hay un libro de Umberto Eco y el cardenal Carlo Maria Martín en el que discuten sobre estas cuestiones. Su título es En qué creen los que no creen (1). A quienes no creemos nos es muy fácil explicar en qué creemos. Lo que me resulta misterioso es saber en qué creen los que creen y, sinceramente, por más que los he escuchado nunca he entendido a qué se refieren.
Sin embargo, los no creyentes creemos en algo: en el valor de la vida, de la libertad y de la dignidad, y en que el goce de los hombres está en manos de éstos y de nadie más. Son los hombres quienes deben afrontar con lucidez y determinación su condición de soledad trágica, pues es esa inestabilidad la que da paso a la creación y a la libertad. Los emisarios y los administradores de Dios personifican en realidad lo más bajo de una conciencia crítica e ilustrada: el fanatismo o la hipocresía, la negación del cuerpo y la apología del poder jerárquico en su raíz misma.
Un dios abstracto, ¡qué gran novedad! Unos dos mil años antes de Cristo, los dioses siempre habían sido animales, o árboles, o ríos, o piedras, o mares. Habían tenido un cuerpo, habían sido dioses visibles. Precisamente las divinidades eran fenómenos que podían verse. Entonces apareció un ser abstracto, hecho de pura alma y se produjo una verdadera revolución.
Los romanos admitían que cada cual podía tener sus divinidades, porque ellos creían que los dioses de todos los pueblos eran tolerantes entre sí. Por esta razón, fue paradójico que acusaran de ateos a los primeros cristianos, aunque veremos que esta manera de razonar tenía su lógica. Los romanos veían que los cristianos rechazaban a todos los dioses existentes. Resultaba una actitud incomprensible y sectaria, ya que había una gran variedad. Se les ofrecían los de Oriente, Los de Occidente, los de forma animal, los de forma vegetal. Pero no había nada que hacer: los cristianos los rechazaban a todos. No querían saber nada con el culto al Emperador, ni con los encarnados en las glorias de cada una de las ciudades. Por tal motivo, los seguidores de ese dios, que no se veía en ninguna parte, que era la nada, fueron tachados de ateos por los paganos de Roma.
Los cristianos traían consigo el legado judío. La idea del monoteísmo, de un dios único, excluyente, infinito, abstracto e invisible, era lo normal para ellos, pero resultó de verdad sorprendente y revolucionario para el resto.
Pero esa concepción religiosa ¿fue un retroceso o un avance en el desarrollo espiritual de la humanidad? En cierto sentido la podríamos calificar de positiva porque significó un paso hacia una mayor universalidad, hacia una mayor abstracción conceptual. El dios se convirtió en un concepto, en una idea.
Dejó de ser cosa, ídolo. Los dioses anteriores estaban siempre ligados a realidades concretas: la naturaleza, la ciudad, la vida. Entonces surgió un dios que no conocía la naturaleza porque estaba por encima de ella y además era su dueño. Ignoraba las ciudades porque vivía en todas y en ninguna, pero además en el desierto y también en una zarza ardiente. ¿Ese dios supuso un progreso respecto a los otros, o más bien fue una especie de recaída hacia algo más primitivo y atávico? Porque si bien significó una ganancia en universalidad, amplitud y espiritualidad, también fue una pérdida en lo que se refiere a la relación de los hombres con lo natural, con el mundo, con lo que podemos celebrar de la vida concreta y material.
Por ejemplo, para el escritor y filósofo Marcos Aguinis (2) “el monoteísmo ha sido un avance prodigioso de la humanidad hacia niveles de abstracción que no existían hasta ese momento. Fue pasar del pensamiento concreto al abstracto, con un ser que no podía ser representado y además era único.
Pero, por ser único, contenía algo muy peligroso: era un dios celoso que no aceptaba competencias. De manera que el monoteísmo significó dos cosas contrapuestas: una muy positiva que era un progreso espiritual y otra muy negativa que fue el progreso de la intolerancia”.
El monoteísmo también obsesionó a Sigmund Freud al final de su vida. En 1938 el padre del psicoanálisis huía de los nazis que avanzaban sobre Europa continental, y encontró refugio en Inglaterra. Allí terminó de dar forma a su teoría según la cual Moisés no fue judío sino egipcio. Para Freud se trataba de un hombre que perteneció a una familia noble, y que difundió entre los israelitas –casi 1.400 años antes de Cristo- las creencias de Akenatón, el faraón creador del primer culto monoteísta conocido: el de Atón, el dios Sol.
Esta idea fue desterrada por la rebelión que encabezaron en su contra los sacerdotes responsables del antiguo politeísmo, y que tenía como principal figura al Dios Amón. Por lo tanto, según esta teoría, Yahvé no sería más que el nuevo nombre que tomó Atón para transformarse en el dios judío.
Aunque el dato pueda sentar mal a quienes consideran que la cosas son inamovibles desde un principio, lo cierto es que los israelitas no siempre fueron monoteístas. El teólogo Ariel Álvarez Valdez[iii] es contundente cuando asegura que los israelitas eran en realidad monólatras, es decir, creían que existían muchos dioses, aunque ellos adoraban sólo a uno. Nada malo puede pasarme que Dios no quiera, Durante siglos se tomó como irremediable la transmisión de los conocimientos y convicciones religiosas de padres a hijos. Era lo natural. Pero hoy el planteamiento consiste en cómo enseñar las creencias personales a nuestros descendientes. Por una parte, si consideramos que algo es verdadero, bueno y útil, intentamos que nuestros hijos compartan ese saber. Educar es seleccionar de todo lo que conocemos aquello que nos parece más relevante e importante para transmitirlo. Por lo tanto, es lógico para la persona religiosa que sus creencias deban ser transferidas a sus hijos. Pero, por otra parte, se debe respetar la posibilidad de que el hijo escuche otras voces, otros puntos de vista y conocimientos. Entonces es cuando los padres debemos asumir que nuestros hijos podrían no tener las mismas ideas o creencias que nosotros, lo que para algunos nos suele ser muy duro. Pero no es obligatorio que la serie se prolongue de padres a hijos, como bien supo un proselitista fascista de la época de Mussolini. El personaje iba por los pueblos pregonando la buena nueva del fascismo.
Amo a todas las religiones,
pero estoy enamorada de la mía.
MADRE TERESA DE CALCUTA
¿Es posible que quien ama a un dios único, infinito, absoluto, ame o simplemente acepte otras religiones y a otros dioses? ¿También es susceptible de amor aquel que no cree en ninguna religión o divinidad?LA TOLERANCIA: ESA DEBILIDAD DE LAS RELIGIONES
Quienes son respetables son las personas, o las creencias.
Cuando leo esto y pienso que hay gente que cree lógico que exista el castigo a estas cuestiones, insisto e que lo primero que hay que dejar claro, es que la ética de un hombre libre nada tiene que ver con los castigos, ni con los premios repartidos por la autoridad, sea ésta humana o divina, que para el caso es lo mismo.
ÍDOLOS E IDOLATRÍAMOISÉS Y EL PENSAMIENTO ÚNICO
EVANGELIZACIÓN: CONVERSIÓN O MUERTE
y todo lo que él quiere por muy malo que nos parezca
es en realidad lo mejor.
Carta en la que TOMÁS MORO
consuela a su hija antes de ser ejecutado
[ii] Marcos Aguinis nació en Córdoba, Argentina, en 1935. Escritor con una amplia formación internacional en medicina,, psicoanálisis, arte, literatura e historia. En 1963 publicó su primer libro y, desde entonces, ha publicado siete novelas, ocho libros de ensayos, cuatro libros de cuentos y dos biografías. Creó el PRONDEC (Programa Nacional de Democratización e la Cultura), que obtuvo el apoyo de la UNESCO y de las Naciones Unidas.
[iii] Ariel Álvarez Valdez es sacerdote católico y teólogo nacido en Buenos Aires, Argentina. Ha publicado varios libros, entre los que destacan Historia de Israel: desde sus orígenes hasta la rebelión de Simón Bar Kosilbah. La conquista de la tierra prometida como proyecto de unidad política, El armagedón del Apocalipsis y Enigmas de la Biblia.
[iv] Luis de Sebastián Carazo es economista español, catedrático de economía en ESADE de Barcelona y miembro del Área Social de Cristianismo y Justicia. Actualmente escribe artículos para el diario El País. Consultor del BID. Autor de varios libros, entre los que destacan De la esclavitud a los derechos humanos, Semilla democrática: Experiencias de democracia participativa en América Latina, Jubileo 2000: El perdón de la deuda externa, Razones para la esperanza y la pobreza en Estados Unidos.
[v] Isaac Sacca es gran rabino argentino. Pertenece a la Asociación Israelita Sefardí de Buenos Aires. Actualmente dirige el Shavva Tov (Movimiento para la continuidad del judaísmo).
[vi] Emilio J, Corbière es escritor, periodista y profesor universitario argentino. Ha sido redactor de diarios y revistas como La Vanguardia, La Opinión, La Nación, Tiempo Argentino y Sur. Actualmente es colaborador de Le Monde Diplomatique (en español) y columnista de la revista Noticias. Entre sus últimos libros destacan Orígenes del comunismo argentino y Opus Dei. El totalitarismo católico.
[vii] George Borrow, La Biblia en España, Madrid, Alianza Editorial, 1983.
Fernando Savater
Vamos a ver... porque hay cosas que me parecen un error de tu parte. Prohibiste la utilización de tu nombre en vano. Pero deberías entender que hay veces en que uno no puede cumplir aquello que prometió en nombre tuyo. Eso no es porque uno carezca de intención, ni porque no ponga la mejor voluntad del mundo para cumplir. Creo que deberías sentirte halagado de que los hombres echemos mano de tu nombre de forma constante para apoyar nuestros juicios y promesas. No sólo lo hacemos en esos momentos, sino también cuando mostramos enfado. Y aunque te parezca un contrasentido, si blasfemamos lo hacemos de alguna manera como un homenaje. Hay veces que nos sentimos tan indignados que la única forma que encontramos para enfrentarnos al mundo es meternos contigo directamente. En fin... tu nombre ha sido utilizado durante siglos para apoyar la jurisprudencia, negocios, gobiernos, etcétera. Mira la importancia que tiene el poder jurar en tu nombre, que cuando necesitamos convencer a alguien de que lo amamos nos respaldamos en ti. ¡Cuántas veces te habrás enfadado al escuchar: “Mi vida, te necesito tanto..., te lo juro por Dios”!
Bueno... bueno... tienes razón... tal vez abusamos un poco, pero pienso que tu mayor motivo de preocupación debería ser la falta de respeto que la gente tiene hoy por tu nombre. Es decir, juran amor y después lo traicionan. Los políticos juran que van a cumplir todo tipo de preceptos, que van ha hacer toda clase de hazañas en tu nombre, y cuando empiezan a ejercer como funcionarios se olvidan de ti con suma facilidad. Parece que tu nombre se va devaluando, está perdiendo fuerza, aunque te caiga fatal, y eso no está bien para cualquier divinidad que se precie como tal.
DIOS COMO TESTIGO CUANDO SE JURA O SE PROMETE
Cuando era pequeño y quería asegurar algo decía: “Te lo juro”, y el otro preguntaba: “¿Juras o prometes?”... y claro, en esa situación uno retrocedía porque eso de jurar ya era excesivo, y entonces decía: “Lo prometo”. Así aliviaba mi conciencia porque, al no tener una ofrenda del testimonio divino, quería decir que se podía saltar lo prometido. Por esa razón, siempre los niños pedíamos: “No prometas, júramelo”. “No... no... sólo lo prometo porque no se puede jurar”. Allí ya se planteaba la dialéctica. Todos sabíamos que prometer era una cosa muy poco fiable. Había que escuchar de la boca del otro: “Te lo juro por ésta”, y entonces eso lo convertía el algo definitivo... o por lo menos, casi definitivo.
Y éstas son situaciones que no sólo han tenido importancia en los juegos infantiles, sino también en la historia política. John Locke, en su libro Tratado sobre la intolerancia, obra fundamental para propugnar la tolerancia en Europa, excluía de las normas políticas a los ateos. Admitía en su “Estado ideal” a todas las Iglesias u creencias, pero no a los ateos. ¿Por qué? Sencilla, los ateos no eran fiables cuando juraban, que era algo básico en los procesos civiles de la época. Había que jurar cargos y la aceptación de las leyes ante los tribunales, entre otras cosas; por lo tanto, un ateo no era fiable porque juraba con toda tranquilidad y luego no cumplía o no podía cumplir lo que decía.
Es como un juego. Ponemos a Dios como testigo, aun sabiendo que no vamos a cumplir o que podríamos llegar a no cumplir. Lo mismo pasa con nuestros circunstanciales interlocutores, quienes no le dan la mínima importancia a nuestro juramento. En definitiva, todos los que participamos de esa ceremonia hemos usado el nombre de Dios.
Lo utilizamos como un castigo trascendental, aunque sepamos de antemano que no va a poder intervenir públicamente para respaldar lo que uno afirma o niega. Es una especie de ritual de sobreentendidos, por no decir malentendidos, que en algunas ocasiones, salvo milagros, podría dar lugar a situaciones curiosas.
Existe una leyenda española, la del Cristo de la Vega, de Toledo. Habla de un soldado que antes de partir hacia la guerra le prometió matrimonio a una doncella. Se lo juró frente a Cristo de la Vega, un crucifijo que existe en la ciudad. El muchacho volvió luego de unos años, sano y salvo, pero ya no estaba enamorado de esa chica. Entonces se negó a cumplir con la promesa y todo derivó en un escándalo en el que intervino un juez, quien le preguntó a la dama si tenía algún testigo del hecho. Ella contestó: “Pues sí, estaba Cristo de la Vega”, Entonces al juez no se le ocurrió nada mejor que enviar a un escribano para tomarle declaración al Cristo. Todo esto que a nosotros nos parece descabellado, la leyenda lo transforma en un hecho razonable, ya que cuando el escribano le preguntó al Cristo si juraba haber presenciado los hechos que se discutían la figura de madera, muy segura de sí misma, descolgó una de sus manos que estaban clavadas en la cruz y afirmó: “Sí, juro”. Más allá de la historia piadosa que fue inventada por Zorrilla, hoy uno puede ver al Cristo de la Vega con sus manos desclavadas de la cruz. Podríamos decir que éste es uno de los pocos casos conocidos en los que este testimonio trascendental se cumple.
Lo que pasa es que, con el tiempo, cuando los juramentos y los “te quiero” se multiplican, muchas veces lo hacen en vano, van perdiendo fuerza, se convierten en una simple moda y pierden veracidad. Hay muchos amantes descarriados que todavía prometen el oro y el moro pero cuando llega el momento cumbre de pronunciar las dos palabras más esperadas: “Te quiero”, el terror los invade. Incluso conozco a mucha gente que sin ser creyente, si se encuentran frente a una situación donde deben prestar un juramento, un incómodo escalofrío les recorre la espalda.
El jurar era una parte fundamental en los juicios que se llevaban a cabo en el mundo judío. Por lo tanto el mandamiento era muy claro en ese sentido: no había que emitir falsos juicios, por que podían perjudicar al prójimo. El juramento era el elemento clave, tomado en cuenta por los jueces en sus decisiones y servía también como forma de mantener el orden social.
Por lo tanto, los israelitas debían ser muy cuidadosos y mesurados en la utilización del nombre de Dios. Cuanto menos se manoseara la palabra, más valor tenía.
En ese sentido el rabino Isaac Sacca dice que “si uno utiliza el nombre de Dios para asuntos banales, está despreciando la palabra y el nombre de Dios, y por carácter transitivo está despreciando al mismo Dios”.
En la vida cotidiana el jurar es casi un acto reflejo. Como en tantas otras cuestiones, algunos religiosos se niegan a aceptar esta costumbre. Al respecto, el rabino Sacca explica que: “El juramento excesivo no es bien visto en el judaísmo. Sí es correcto hacerlo por algo serio en el momento adecuado En ese caso se puede y se debe utilizar, aunque siempre contemplando la extensa reglamentación que tenemos al respecto que indica las formas y las causas que permiten hacerlo”.
Pero, como en otros casos, las leyes de Moisés fueron superadas por la utilización del lenguaje. Cuántas veces habremos dicho “te juro que es cierto, que vi a fulano de tal en ese lugar”. Esto no implicaría nada más que el refuerzo de algún relato o una idea, y no pretende ofender a Dios.
Creo también, que salvo algún troglodita nostálgico de la Inquisición –que nunca falta-, los mismos religiosos hablan hoy del tema como una simple formalidad. Porque en realidad lo que importa es lo que acompaña al juramento, la afirmación que se intenta respaldar y si existe intención de perjudicar alguien con una mentira. El padre Ariel Busso, (1) decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina no cree que en estos casos haya intenciones ofensivas hacia Dios: “Cuando alguien dice "te juro que es cierto" y se lleva los dedos en forma de cruz a la boca, la gente no quiere ofender a Dios. El problema es cuando se lo invoca en forma oficial, sabiendo de antemano que lo van a traicionar. Total, lo anotan en la cuenta de Dios, que no castiga como los hombres con la cárcel o con una pena que duela”.
Lo que hoy subsiste en lo profundo de nuestra sociedad es el miedo reverencial al nombre de Dios y de Jesús, fuera de los contextos estrictamente religiosos o culturales que prescribe la Biblia. Tal como dice Luis Sebastián en su libro Los mandamientos del siglo XXI: “Ha quedado en la tradición protestante, u por contagio probablemente también entre los católicos anglosajones, que se escandalizan ante el hecho de que un hombre lleve el nombre de Jesús. Pongo por testigo a Jesús Luzurraga, un compañero mío en la Universidad de Oxford a quien los ingleses no se avenían a llamarle por su nombre, porque les sonaba como una auténtica blasfemia, o al menos como un desacato a la divinidad”.
En la actualidad, los tribunales seculares tienen una figura, que es la del “falso testimonio”, con la que se puede acusar al que incurre en él, luego de jurar y después mentir ante un tribunal. Por lo tanto, es cierto que el juramento se ha devaluado. Pero también es verdad que su significado ha perdurado a través de los siglos y vive dentro de una de las instituciones fundamentales de la sociedad moderna: la justicia, ámbito donde nació.
Pero si bien es verdad que en la actualidad es juramento en nombre de Dios ha perdido su contundencia, no es menos cierto que en términos generales todas las palabras han perdido su valor. Sobre todo el valor de la “palabra empeñada”. Me decía un amigo empresario televisivo: “Hasta no hace muchos años, te dabas la mano con tu interlocutor y el negocio estaba cerrado, sólo quedaba que los abogados se ocuparan del resto. Hoy todo ha cambiado, no hay palabra ni apretón de manos que valga, estamos en un mundo sin códigos”. No quiero desalentar a mi amigo, pero en todo caso lo que han cambiado son los códigos, que siempre existen. Lo que sucede es que uno no se adapta o no quiere adaptarse a los nuevos que aparecen.
Ocurre además que la palabra oral ha perdido importancia frente a la escrita. El padre Busso es más explícito en este tema: “El problema no es el hábito de jurar, sino la pérdida de los valores. Estamos en un mundo donde las cosas que se dicen no tiene valor. Vivimos en la cultura de la falsedad y entonces es muy probable que el juramento se utilice para respaldar la mentira, que es lo habitual”.
Cuando Yahvé le entregó sus leyes a Moisés en el monte Sinaí, el pueblo judío entendió que no había diferencias entre las normas religiosas y las seculares. Todo era una sola cosa. Entonces se planteaba el inconveniente de siempre: que como Dios no podía atender uno por uno a todos los hombres, otros individuos, otros individuos harían el trabajo por él.
Con Cristo y su Sermón de la Montaña, se produjo un cambio que se convirtió e definitivo cuando el cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio romano. Entonces, se produjo una clara diferencia entre lo religioso y lo civil. De cualquier manera, las Iglesias siempre se las ingeniaron para reforzar su poder, y lograron manipular ciertas normas civiles. Por lo tanto, algunos de los mandamientos que no son más que el fruto del sentido común, con o sin Dios de por medio, pasaron al fuero civil: “No matarás”; “No levantarás falsos testimonios”; “No codiciarás los bienes ajenos”.
QUÉ JURAMOS CUANDO JURAMOS
En los usos del lenguaje hay un aserie de expresiones que reciben el nombre técnico de uso “preformativo”. Son aquellas que significan hacer algo, es decir que no solamente enuncian o señalan, sino que al proferirlas se está realizando una acción. Por ejemplo, decir “sí, juro”, no es solamente enunciar una frase, sino también realizar algo. El acto de jurar consiste en decir “sí, juro”. Decir “te quiero” implica el acto de querer, ya que significa en forma explícita que quieres al destinatario del enunciado. De allí la exigencia del “júramelo” o “dime que me quieres”, porque no se trata de frases de adorno o de explicación. Son palabras que conllevan en sí mismas las acción que se enuncia. Liga y compromete de manera automática a quien las diga.
De todas maneras, creo que no siempre es conveniente que algunas personas cumplan con lo prometido. Si bien la historia está llena de gente que no cumplió con lo que dijo que iba a hacer, desgraciadamente también está cargada de dictadores y asesinos que prometieron masacres y venganzas que hicieron realidad en nombre de una justicia pergeñada para ellos mismos.
Muchas veces, hasta el hacer valer promesas absurdas se volvió en contra de quienes las profirieron. Tal fue el caso de Jefté, uno de los jueces de Israel, quien luego de vencer en una batalla, le prometió con ligereza a Dios que, en agradecimiento, cuando llegara al lugar donde vivía, sacrificaría a la primera persona que saliera a recibirlo. Nunca imaginó que la primera que aparecería iba a ser su hija, la única que tenía. Sin dudarlo ni un instante, la mató y la quemó sólo para cumplir con su promesa a Dios.
Queda claro que es un error pensar que lo mejor es que siempre se cumplan las promesas.
SANGRE, SUDOR Y LÁGRIMAS
Sin duda son los políticos quienes, en cualquier lugar del planeta, cargan, con mayor o menor justicia, con el sambenito de ser quienes más promesas hacen y, por el contrario, los más incumplidores.
Uno de los episodios más impresionantes se encuentra en los escritos de Platón cuando en la Carta VII cuenta su malhadada aventura y se le acusa de intentar convertir al tirano Dionisio en una especie de rey filosófico como él soñaba. En un momento determinado, un amigo de Platón y de Dionisio tuvo que huir porque el tirano había decidido matarlo. Platón intercedió y Dionisio le dijo que el exiliado se presentase con toda tranquilidad porque el prometía perdonarlo. Cuando el perseguido volvió fue de inmediato condenado a muerte y ejecutado. Platón, conmocionado, fue a protestarle a Dionisio: “Tú me habías prometido perdonarle”, dijo. Entonces el tirano miró a Platón con frialdad a los ojos y le dijo: “Yo no te he prometido nada”.
Ésta es la verdad. El tirano no promete nada. Es decir, puede hacer el gesto de prometer, puede pronunciar las palabras, pero no las considera un compromiso, porque se siente por encima de todos y nadie le puede obligar a cumplir con lo que él dice.
Muchas veces somos demasiado exigentes con las promesas de los políticos. Estos personajes las utilizan para ofrecerse y venderse a los electores.
De todas formas, habría que preguntarse: ¿les toleraríamos que no nos hicieran esas promesas? ¿Realmente votaríamos a un políticos que confesara sin pudor sus limitaciones, o que reconociese que las dificultades son grandes y que, a corto plazo, no podría resolver los problemas, o que va a exigir grandes sacrificios a la población? ¿Cuántos hombres podrían prometer, como hizo Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial: “Sangre, sudor y lágrimas”? ¿Admitiríamos que un político nos dijese la verdad con crudeza, y nos exigiese que le aceptásemos?
Muchas veces nos quejamos de que los políticos mienten, pero de forma inconsciente les pedimos que lo hagan. Nunca los votaríamos si dijesen la verdad tal cual es, si no diesen esa impresión de omnisciencia y omnipotencia que todos sabemos que están muy lejos de poseer. De modo que aquí hay una especie de paradoja: por un lado no queremos ser engañados por los políticos, pero a la vez exigimos que lo hagan.
La mejor manera de cumplir
con la palabra empeñada es no darla jamás.
NAPOLEÓN BONAPARTE
EL ARTE DE HACERNOS CREER LO QUE NUNCA SE VA A CUMPLIR
Pero hay varias profesiones que le disputan a los políticos la explotación de las promesas y el acto de involucrar a Dios en sus intereses. Allí tenemos a la publicidad, que se mete con nosotros a cada paso que damos. “Si encuentra usted un detergente que lave más blanco le devolvemos su dinero.” Este tipo de promesas y otras aún más impactantes –porque esa promesa del jabón en polvo no es en realidad tan estruendosa- son constantes en la televisión, en la radio y en los periódicos.
La publicidad es una sarta permanente de promesas y juramentos al consumidor. “Esto es lo mejor”; “esto contiene los productos más naturales”; “esto es lo que a usted le producirá mayor satisfacción”; “compare con otros”.
Lo curioso es que creemos a personas que nos intentan persuadir de cosas que sólo los benefician a ellos, cuando en otros ámbitos no mostramos tanta credulidad. Confiar en un publicitario es hacerlo en alguien que esté sacando beneficio de nuestra credibilidad. Éste también es un juego parecido al que desarrollamos con los políticos, pero con distintas características. Marcelo Capurro (2) publicitario y periodista, considera excesivo el uso de la imagen o el nombre de Dios en campañas publicitarias. “Sobre todo si existe una visión impuesta por Hollywood que presenta, por ejemplo, un Cristo rubio y de ojos celestes como el de Rey de Reyes protagonizado por Jeffrey Hunter. Loa americanos se han inventado su imagen física de Dios, que tiene más de noruego que de semita. Estoy en contra de la utilización del nombre de Dios de manera frívola, sobre todo cuando invade y ofende a los creyentes. Por otra parte, no creo que la imagen o el nombre de Dios hoy tenga un peso lo suficientemente positivo en una campaña publicitaria como para aumentar las ventas del producto promocionado.
De cualquier manera, en nuestro lenguaje, las expresiones de juramento, promesa con el refrendo divino, son omnipresentes, quizá como resultado de atavismos de ciertas épocas del lenguaje. Después de todo, Dios siempre está allí para poder darle las gracias por lo bueno que ocurre, o maldecirle o llorarle por lo malo que nos pasa.
Muchas veces los orígenes divinos están integrados en nuestras fórmulas verbales. Por ejemplo, “ojalá” quiere decir “Alá lo quiera”, y se trata de una expresión en la cual todos hacemos una profesión de fe musulmana cada vez que la utilizamos, aunque sin saberlo, ya que son expresiones que están integradas a nuestros usos lingüísticos y sociales.
INSULTAR A DIOS
El segundo mandamiento contempla también el precepto de no blasfemar. Blasfemia significa, según el diccionario de la Real Academia: “Palabra injuriosa contra Dios, la Virgen o los santos”.
Para Luis de Sebastián el respeto a esta norma debe ser más amplio, y tiene que definirse como el mandamiento de la tolerancia. “Pero lo hacemos no en virtud de dogma alguno –dice-, sino en virtud de la tolerancia necesaria en un mundo con una gran pluralidad de religiones y creencias filosóficas. Esto se debe aplicar especialmente a los católicos practicantes y a todos los fundamentalistas que están dispuestos a morir y matar por defender la unicidad, la verdad y suprema importancia de su religión. La blasfemia es una curiosidad mediterránea, porque fuera de estos pueblos católicos no debe haber sitio alguno donde se blasfeme como en España.”
La blasfemia además tiene un contenido social. Durante muchos años “cagarse en Dios” o “cagarse en la historia”, significaba hacerlo en Franco, porque estaba todo íntimamente ligado, y se transformaba en una forma de protesta contra el régimen.
En el libro Mi último suspiro el director de cine Luis Buñuel agrega: “El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que juramentos y blasfemias son, por regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los santos apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes. La blasfemia es un arte español. En México, por ejemplo, donde sin embargo la cultura española se halla presente desde hace cuatro siglos, nunca he oído blasfemar convenientemente”.
NADIE OFRECE TANTO COMO EL QUE NO PIENSA CUMPLIR
En efecto, si uno piensa dar nada, entonces, ¿por qué no prometerlo todo? Ése es el éxito de los grandes estafadores, que siempre hacen unas ofertas irresistibles porque no piensan cumplir con nada de lo que predicen. Entonces, si tú vas a dar nada, por lo menos sé generoso en la cantidad de lo que prometes, dado que no lo serás a la hora de cumplir.
De cualquier manera, la vida cotidiana nos muestra que el juramento se desvirtúa, va bajando de calidad, al convertirse en un mero acto ritual, a veces exigido y que uno no puede evitar.
Recuerdo que, cuando era joven e ingresé en la universidad, los alumnos y los catedráticos teníamos que firmar una adhesión a los principios del Movimiento Nacional y de su caudillo, Francisco Franco. Si no lo hacías, no podías participar de la vida universitaria. Y allí íbamos y firmábamos ese papel sin mirar, y sin hacerle ningún caso, y luego te dedicabas al activismo político en contra de lo que uno acababa de asegurar que acataba. Era un ejemplo de banalización de un juramento. Pero como ya hemos visto en el caso del desgraciado Jefté, el israelita que sacrificó a su hija, en la vida universitaria de aquellos tiempos lo correcto era no cumplir con lo que se juraba.
Lo curioso es que estamos en un mundo que se basa en buena medida en el crédito, que significa dar por bueno un juramento, una promesa. Por ejemplo, el dinero, las tarjetas de crédito, los cheques, incluso el propio patrón de conversión de divisas de cada país, todo se basa en el crédito. Uno cree que hay algo que respalda el billete que tiene en el bolsillo; uno cree que la tarjeta será respaldada por su banco y el banco cree que el individuo la pagará; uno cree que el cheque que recibió tiene fondos. Estamos dándonos créditos unos a otros. Llama la atención que sea en el mundo del crédito donde el juramento y la promesa se hayan trivializado.
Promesas, juramentos. Hay leyes civiles que se crean para reforzar lo que se ha prometido en un documento público. Hay también legislación religiosa que castiga al que jura en vano. Sin embargo, al que sufre un fraude y es engañado, le da igual saber si el que le hizo daño será castigado por la justicia de Dios o por la justicia humana. Lo único que querrá saber es en qué se verá afectado el que lo perjudicó y si podrá recuperar algo de lo que perdió.
“No tomarás el nombre de Dios en vano.” ¿Qué implica entonces esto? Más allá de cuestiones religiosas quiere decir que no se debe utilizar a Dios. Que no se deben utilizar las grandes palabras para abusar de la confianza de tus semejantes. No debes invocar en nombre de lo trascendente, de la divinidad, de los grandes valores, de las libertades, de los objetivos públicos de la sociedad, para abusar de la confianza de tus semejantes, para engañarlos, para someterlos a tu capricho o a tu deseo. Lo valioso no debe ser utilizado para la mentira y el fraude, porque produce un ambiente de banalidad que termina quitando el peso y valor a los que debería ser más estimable.
(1) Ariel D. Busso es sacerdote argentino. Decano y profesor de derecho canónico en la Universidad Católica Argentina. Está considerado como uno de los canonistas más sobresalientes del país. Ha publicado artículos en diferentes periódicos, todos ellos relacionados con el derecho canónico y la Iglesia. Es autor del libro Pastores y fieles: Constructores de la Comunidad Parroquiana.
(2) Marcelo Capurro, periodista y publicitario argentino. En 1995 fue director del diario La Prensa. Actualmente es director de la revista argentina Debate.