II NO TOMARÁS EL NOMBRE DE DIOS EN VANO
Fernando Savater
Vamos a ver... porque hay cosas que me parecen un error de tu parte. Prohibiste la utilización de tu nombre en vano. Pero deberías entender que hay veces en que uno no puede cumplir aquello que prometió en nombre tuyo. Eso no es porque uno carezca de intención, ni porque no ponga la mejor voluntad del mundo para cumplir. Creo que deberías sentirte halagado de que los hombres echemos mano de tu nombre de forma constante para apoyar nuestros juicios y promesas. No sólo lo hacemos en esos momentos, sino también cuando mostramos enfado. Y aunque te parezca un contrasentido, si blasfemamos lo hacemos de alguna manera como un homenaje. Hay veces que nos sentimos tan indignados que la única forma que encontramos para enfrentarnos al mundo es meternos contigo directamente. En fin... tu nombre ha sido utilizado durante siglos para apoyar la jurisprudencia, negocios, gobiernos, etcétera. Mira la importancia que tiene el poder jurar en tu nombre, que cuando necesitamos convencer a alguien de que lo amamos nos respaldamos en ti. ¡Cuántas veces te habrás enfadado al escuchar: “Mi vida, te necesito tanto..., te lo juro por Dios”!
Bueno... bueno... tienes razón... tal vez abusamos un poco, pero pienso que tu mayor motivo de preocupación debería ser la falta de respeto que la gente tiene hoy por tu nombre. Es decir, juran amor y después lo traicionan. Los políticos juran que van a cumplir todo tipo de preceptos, que van ha hacer toda clase de hazañas en tu nombre, y cuando empiezan a ejercer como funcionarios se olvidan de ti con suma facilidad. Parece que tu nombre se va devaluando, está perdiendo fuerza, aunque te caiga fatal, y eso no está bien para cualquier divinidad que se precie como tal.
DIOS COMO TESTIGO CUANDO SE JURA O SE PROMETE
Cuando era pequeño y quería asegurar algo decía: “Te lo juro”, y el otro preguntaba: “¿Juras o prometes?”... y claro, en esa situación uno retrocedía porque eso de jurar ya era excesivo, y entonces decía: “Lo prometo”. Así aliviaba mi conciencia porque, al no tener una ofrenda del testimonio divino, quería decir que se podía saltar lo prometido. Por esa razón, siempre los niños pedíamos: “No prometas, júramelo”. “No... no... sólo lo prometo porque no se puede jurar”. Allí ya se planteaba la dialéctica. Todos sabíamos que prometer era una cosa muy poco fiable. Había que escuchar de la boca del otro: “Te lo juro por ésta”, y entonces eso lo convertía el algo definitivo... o por lo menos, casi definitivo.
Y éstas son situaciones que no sólo han tenido importancia en los juegos infantiles, sino también en la historia política. John Locke, en su libro Tratado sobre la intolerancia, obra fundamental para propugnar la tolerancia en Europa, excluía de las normas políticas a los ateos. Admitía en su “Estado ideal” a todas las Iglesias u creencias, pero no a los ateos. ¿Por qué? Sencilla, los ateos no eran fiables cuando juraban, que era algo básico en los procesos civiles de la época. Había que jurar cargos y la aceptación de las leyes ante los tribunales, entre otras cosas; por lo tanto, un ateo no era fiable porque juraba con toda tranquilidad y luego no cumplía o no podía cumplir lo que decía.
Es como un juego. Ponemos a Dios como testigo, aun sabiendo que no vamos a cumplir o que podríamos llegar a no cumplir. Lo mismo pasa con nuestros circunstanciales interlocutores, quienes no le dan la mínima importancia a nuestro juramento. En definitiva, todos los que participamos de esa ceremonia hemos usado el nombre de Dios.
Lo utilizamos como un castigo trascendental, aunque sepamos de antemano que no va a poder intervenir públicamente para respaldar lo que uno afirma o niega. Es una especie de ritual de sobreentendidos, por no decir malentendidos, que en algunas ocasiones, salvo milagros, podría dar lugar a situaciones curiosas.
Existe una leyenda española, la del Cristo de la Vega, de Toledo. Habla de un soldado que antes de partir hacia la guerra le prometió matrimonio a una doncella. Se lo juró frente a Cristo de la Vega, un crucifijo que existe en la ciudad. El muchacho volvió luego de unos años, sano y salvo, pero ya no estaba enamorado de esa chica. Entonces se negó a cumplir con la promesa y todo derivó en un escándalo en el que intervino un juez, quien le preguntó a la dama si tenía algún testigo del hecho. Ella contestó: “Pues sí, estaba Cristo de la Vega”, Entonces al juez no se le ocurrió nada mejor que enviar a un escribano para tomarle declaración al Cristo. Todo esto que a nosotros nos parece descabellado, la leyenda lo transforma en un hecho razonable, ya que cuando el escribano le preguntó al Cristo si juraba haber presenciado los hechos que se discutían la figura de madera, muy segura de sí misma, descolgó una de sus manos que estaban clavadas en la cruz y afirmó: “Sí, juro”. Más allá de la historia piadosa que fue inventada por Zorrilla, hoy uno puede ver al Cristo de la Vega con sus manos desclavadas de la cruz. Podríamos decir que éste es uno de los pocos casos conocidos en los que este testimonio trascendental se cumple.
Lo que pasa es que, con el tiempo, cuando los juramentos y los “te quiero” se multiplican, muchas veces lo hacen en vano, van perdiendo fuerza, se convierten en una simple moda y pierden veracidad. Hay muchos amantes descarriados que todavía prometen el oro y el moro pero cuando llega el momento cumbre de pronunciar las dos palabras más esperadas: “Te quiero”, el terror los invade. Incluso conozco a mucha gente que sin ser creyente, si se encuentran frente a una situación donde deben prestar un juramento, un incómodo escalofrío les recorre la espalda.
El jurar era una parte fundamental en los juicios que se llevaban a cabo en el mundo judío. Por lo tanto el mandamiento era muy claro en ese sentido: no había que emitir falsos juicios, por que podían perjudicar al prójimo. El juramento era el elemento clave, tomado en cuenta por los jueces en sus decisiones y servía también como forma de mantener el orden social.
Por lo tanto, los israelitas debían ser muy cuidadosos y mesurados en la utilización del nombre de Dios. Cuanto menos se manoseara la palabra, más valor tenía.
En ese sentido el rabino Isaac Sacca dice que “si uno utiliza el nombre de Dios para asuntos banales, está despreciando la palabra y el nombre de Dios, y por carácter transitivo está despreciando al mismo Dios”.
En la vida cotidiana el jurar es casi un acto reflejo. Como en tantas otras cuestiones, algunos religiosos se niegan a aceptar esta costumbre. Al respecto, el rabino Sacca explica que: “El juramento excesivo no es bien visto en el judaísmo. Sí es correcto hacerlo por algo serio en el momento adecuado En ese caso se puede y se debe utilizar, aunque siempre contemplando la extensa reglamentación que tenemos al respecto que indica las formas y las causas que permiten hacerlo”.
Pero, como en otros casos, las leyes de Moisés fueron superadas por la utilización del lenguaje. Cuántas veces habremos dicho “te juro que es cierto, que vi a fulano de tal en ese lugar”. Esto no implicaría nada más que el refuerzo de algún relato o una idea, y no pretende ofender a Dios.
Creo también, que salvo algún troglodita nostálgico de la Inquisición –que nunca falta-, los mismos religiosos hablan hoy del tema como una simple formalidad. Porque en realidad lo que importa es lo que acompaña al juramento, la afirmación que se intenta respaldar y si existe intención de perjudicar alguien con una mentira. El padre Ariel Busso, (1) decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Católica Argentina no cree que en estos casos haya intenciones ofensivas hacia Dios: “Cuando alguien dice "te juro que es cierto" y se lleva los dedos en forma de cruz a la boca, la gente no quiere ofender a Dios. El problema es cuando se lo invoca en forma oficial, sabiendo de antemano que lo van a traicionar. Total, lo anotan en la cuenta de Dios, que no castiga como los hombres con la cárcel o con una pena que duela”.
Lo que hoy subsiste en lo profundo de nuestra sociedad es el miedo reverencial al nombre de Dios y de Jesús, fuera de los contextos estrictamente religiosos o culturales que prescribe la Biblia. Tal como dice Luis Sebastián en su libro Los mandamientos del siglo XXI: “Ha quedado en la tradición protestante, u por contagio probablemente también entre los católicos anglosajones, que se escandalizan ante el hecho de que un hombre lleve el nombre de Jesús. Pongo por testigo a Jesús Luzurraga, un compañero mío en la Universidad de Oxford a quien los ingleses no se avenían a llamarle por su nombre, porque les sonaba como una auténtica blasfemia, o al menos como un desacato a la divinidad”.
En la actualidad, los tribunales seculares tienen una figura, que es la del “falso testimonio”, con la que se puede acusar al que incurre en él, luego de jurar y después mentir ante un tribunal. Por lo tanto, es cierto que el juramento se ha devaluado. Pero también es verdad que su significado ha perdurado a través de los siglos y vive dentro de una de las instituciones fundamentales de la sociedad moderna: la justicia, ámbito donde nació.
Pero si bien es verdad que en la actualidad es juramento en nombre de Dios ha perdido su contundencia, no es menos cierto que en términos generales todas las palabras han perdido su valor. Sobre todo el valor de la “palabra empeñada”. Me decía un amigo empresario televisivo: “Hasta no hace muchos años, te dabas la mano con tu interlocutor y el negocio estaba cerrado, sólo quedaba que los abogados se ocuparan del resto. Hoy todo ha cambiado, no hay palabra ni apretón de manos que valga, estamos en un mundo sin códigos”. No quiero desalentar a mi amigo, pero en todo caso lo que han cambiado son los códigos, que siempre existen. Lo que sucede es que uno no se adapta o no quiere adaptarse a los nuevos que aparecen.
Ocurre además que la palabra oral ha perdido importancia frente a la escrita. El padre Busso es más explícito en este tema: “El problema no es el hábito de jurar, sino la pérdida de los valores. Estamos en un mundo donde las cosas que se dicen no tiene valor. Vivimos en la cultura de la falsedad y entonces es muy probable que el juramento se utilice para respaldar la mentira, que es lo habitual”.
Cuando Yahvé le entregó sus leyes a Moisés en el monte Sinaí, el pueblo judío entendió que no había diferencias entre las normas religiosas y las seculares. Todo era una sola cosa. Entonces se planteaba el inconveniente de siempre: que como Dios no podía atender uno por uno a todos los hombres, otros individuos, otros individuos harían el trabajo por él.
Con Cristo y su Sermón de la Montaña, se produjo un cambio que se convirtió e definitivo cuando el cristianismo pasó a ser la religión oficial del Imperio romano. Entonces, se produjo una clara diferencia entre lo religioso y lo civil. De cualquier manera, las Iglesias siempre se las ingeniaron para reforzar su poder, y lograron manipular ciertas normas civiles. Por lo tanto, algunos de los mandamientos que no son más que el fruto del sentido común, con o sin Dios de por medio, pasaron al fuero civil: “No matarás”; “No levantarás falsos testimonios”; “No codiciarás los bienes ajenos”.
QUÉ JURAMOS CUANDO JURAMOS
En los usos del lenguaje hay un aserie de expresiones que reciben el nombre técnico de uso “preformativo”. Son aquellas que significan hacer algo, es decir que no solamente enuncian o señalan, sino que al proferirlas se está realizando una acción. Por ejemplo, decir “sí, juro”, no es solamente enunciar una frase, sino también realizar algo. El acto de jurar consiste en decir “sí, juro”. Decir “te quiero” implica el acto de querer, ya que significa en forma explícita que quieres al destinatario del enunciado. De allí la exigencia del “júramelo” o “dime que me quieres”, porque no se trata de frases de adorno o de explicación. Son palabras que conllevan en sí mismas las acción que se enuncia. Liga y compromete de manera automática a quien las diga.
De todas maneras, creo que no siempre es conveniente que algunas personas cumplan con lo prometido. Si bien la historia está llena de gente que no cumplió con lo que dijo que iba a hacer, desgraciadamente también está cargada de dictadores y asesinos que prometieron masacres y venganzas que hicieron realidad en nombre de una justicia pergeñada para ellos mismos.
Muchas veces, hasta el hacer valer promesas absurdas se volvió en contra de quienes las profirieron. Tal fue el caso de Jefté, uno de los jueces de Israel, quien luego de vencer en una batalla, le prometió con ligereza a Dios que, en agradecimiento, cuando llegara al lugar donde vivía, sacrificaría a la primera persona que saliera a recibirlo. Nunca imaginó que la primera que aparecería iba a ser su hija, la única que tenía. Sin dudarlo ni un instante, la mató y la quemó sólo para cumplir con su promesa a Dios.
Queda claro que es un error pensar que lo mejor es que siempre se cumplan las promesas.
SANGRE, SUDOR Y LÁGRIMAS
Sin duda son los políticos quienes, en cualquier lugar del planeta, cargan, con mayor o menor justicia, con el sambenito de ser quienes más promesas hacen y, por el contrario, los más incumplidores.
Uno de los episodios más impresionantes se encuentra en los escritos de Platón cuando en la Carta VII cuenta su malhadada aventura y se le acusa de intentar convertir al tirano Dionisio en una especie de rey filosófico como él soñaba. En un momento determinado, un amigo de Platón y de Dionisio tuvo que huir porque el tirano había decidido matarlo. Platón intercedió y Dionisio le dijo que el exiliado se presentase con toda tranquilidad porque el prometía perdonarlo. Cuando el perseguido volvió fue de inmediato condenado a muerte y ejecutado. Platón, conmocionado, fue a protestarle a Dionisio: “Tú me habías prometido perdonarle”, dijo. Entonces el tirano miró a Platón con frialdad a los ojos y le dijo: “Yo no te he prometido nada”.
Ésta es la verdad. El tirano no promete nada. Es decir, puede hacer el gesto de prometer, puede pronunciar las palabras, pero no las considera un compromiso, porque se siente por encima de todos y nadie le puede obligar a cumplir con lo que él dice.
Muchas veces somos demasiado exigentes con las promesas de los políticos. Estos personajes las utilizan para ofrecerse y venderse a los electores.
De todas formas, habría que preguntarse: ¿les toleraríamos que no nos hicieran esas promesas? ¿Realmente votaríamos a un políticos que confesara sin pudor sus limitaciones, o que reconociese que las dificultades son grandes y que, a corto plazo, no podría resolver los problemas, o que va a exigir grandes sacrificios a la población? ¿Cuántos hombres podrían prometer, como hizo Winston Churchill durante la Segunda Guerra Mundial: “Sangre, sudor y lágrimas”? ¿Admitiríamos que un político nos dijese la verdad con crudeza, y nos exigiese que le aceptásemos?
Muchas veces nos quejamos de que los políticos mienten, pero de forma inconsciente les pedimos que lo hagan. Nunca los votaríamos si dijesen la verdad tal cual es, si no diesen esa impresión de omnisciencia y omnipotencia que todos sabemos que están muy lejos de poseer. De modo que aquí hay una especie de paradoja: por un lado no queremos ser engañados por los políticos, pero a la vez exigimos que lo hagan.
La mejor manera de cumplir
con la palabra empeñada es no darla jamás.
NAPOLEÓN BONAPARTE
EL ARTE DE HACERNOS CREER LO QUE NUNCA SE VA A CUMPLIR
Pero hay varias profesiones que le disputan a los políticos la explotación de las promesas y el acto de involucrar a Dios en sus intereses. Allí tenemos a la publicidad, que se mete con nosotros a cada paso que damos. “Si encuentra usted un detergente que lave más blanco le devolvemos su dinero.” Este tipo de promesas y otras aún más impactantes –porque esa promesa del jabón en polvo no es en realidad tan estruendosa- son constantes en la televisión, en la radio y en los periódicos.
La publicidad es una sarta permanente de promesas y juramentos al consumidor. “Esto es lo mejor”; “esto contiene los productos más naturales”; “esto es lo que a usted le producirá mayor satisfacción”; “compare con otros”.
Lo curioso es que creemos a personas que nos intentan persuadir de cosas que sólo los benefician a ellos, cuando en otros ámbitos no mostramos tanta credulidad. Confiar en un publicitario es hacerlo en alguien que esté sacando beneficio de nuestra credibilidad. Éste también es un juego parecido al que desarrollamos con los políticos, pero con distintas características. Marcelo Capurro (2) publicitario y periodista, considera excesivo el uso de la imagen o el nombre de Dios en campañas publicitarias. “Sobre todo si existe una visión impuesta por Hollywood que presenta, por ejemplo, un Cristo rubio y de ojos celestes como el de Rey de Reyes protagonizado por Jeffrey Hunter. Loa americanos se han inventado su imagen física de Dios, que tiene más de noruego que de semita. Estoy en contra de la utilización del nombre de Dios de manera frívola, sobre todo cuando invade y ofende a los creyentes. Por otra parte, no creo que la imagen o el nombre de Dios hoy tenga un peso lo suficientemente positivo en una campaña publicitaria como para aumentar las ventas del producto promocionado.
De cualquier manera, en nuestro lenguaje, las expresiones de juramento, promesa con el refrendo divino, son omnipresentes, quizá como resultado de atavismos de ciertas épocas del lenguaje. Después de todo, Dios siempre está allí para poder darle las gracias por lo bueno que ocurre, o maldecirle o llorarle por lo malo que nos pasa.
Muchas veces los orígenes divinos están integrados en nuestras fórmulas verbales. Por ejemplo, “ojalá” quiere decir “Alá lo quiera”, y se trata de una expresión en la cual todos hacemos una profesión de fe musulmana cada vez que la utilizamos, aunque sin saberlo, ya que son expresiones que están integradas a nuestros usos lingüísticos y sociales.
INSULTAR A DIOS
El segundo mandamiento contempla también el precepto de no blasfemar. Blasfemia significa, según el diccionario de la Real Academia: “Palabra injuriosa contra Dios, la Virgen o los santos”.
Para Luis de Sebastián el respeto a esta norma debe ser más amplio, y tiene que definirse como el mandamiento de la tolerancia. “Pero lo hacemos no en virtud de dogma alguno –dice-, sino en virtud de la tolerancia necesaria en un mundo con una gran pluralidad de religiones y creencias filosóficas. Esto se debe aplicar especialmente a los católicos practicantes y a todos los fundamentalistas que están dispuestos a morir y matar por defender la unicidad, la verdad y suprema importancia de su religión. La blasfemia es una curiosidad mediterránea, porque fuera de estos pueblos católicos no debe haber sitio alguno donde se blasfeme como en España.”
La blasfemia además tiene un contenido social. Durante muchos años “cagarse en Dios” o “cagarse en la historia”, significaba hacerlo en Franco, porque estaba todo íntimamente ligado, y se transformaba en una forma de protesta contra el régimen.
En el libro Mi último suspiro el director de cine Luis Buñuel agrega: “El idioma español es, ciertamente, el más blasfematorio del mundo. A diferencia de otros idiomas, en los que juramentos y blasfemias son, por regla general, breves y separados, la blasfemia española asume fácilmente la forma de un largo discurso en el que tremendas obscenidades, relacionadas principalmente con Dios, Cristo, el Espíritu Santo, la Virgen y los santos apóstoles, sin olvidar al Papa, pueden encadenarse y formar frases escatológicas e impresionantes. La blasfemia es un arte español. En México, por ejemplo, donde sin embargo la cultura española se halla presente desde hace cuatro siglos, nunca he oído blasfemar convenientemente”.
NADIE OFRECE TANTO COMO EL QUE NO PIENSA CUMPLIR
En efecto, si uno piensa dar nada, entonces, ¿por qué no prometerlo todo? Ése es el éxito de los grandes estafadores, que siempre hacen unas ofertas irresistibles porque no piensan cumplir con nada de lo que predicen. Entonces, si tú vas a dar nada, por lo menos sé generoso en la cantidad de lo que prometes, dado que no lo serás a la hora de cumplir.
De cualquier manera, la vida cotidiana nos muestra que el juramento se desvirtúa, va bajando de calidad, al convertirse en un mero acto ritual, a veces exigido y que uno no puede evitar.
Recuerdo que, cuando era joven e ingresé en la universidad, los alumnos y los catedráticos teníamos que firmar una adhesión a los principios del Movimiento Nacional y de su caudillo, Francisco Franco. Si no lo hacías, no podías participar de la vida universitaria. Y allí íbamos y firmábamos ese papel sin mirar, y sin hacerle ningún caso, y luego te dedicabas al activismo político en contra de lo que uno acababa de asegurar que acataba. Era un ejemplo de banalización de un juramento. Pero como ya hemos visto en el caso del desgraciado Jefté, el israelita que sacrificó a su hija, en la vida universitaria de aquellos tiempos lo correcto era no cumplir con lo que se juraba.
Lo curioso es que estamos en un mundo que se basa en buena medida en el crédito, que significa dar por bueno un juramento, una promesa. Por ejemplo, el dinero, las tarjetas de crédito, los cheques, incluso el propio patrón de conversión de divisas de cada país, todo se basa en el crédito. Uno cree que hay algo que respalda el billete que tiene en el bolsillo; uno cree que la tarjeta será respaldada por su banco y el banco cree que el individuo la pagará; uno cree que el cheque que recibió tiene fondos. Estamos dándonos créditos unos a otros. Llama la atención que sea en el mundo del crédito donde el juramento y la promesa se hayan trivializado.
Promesas, juramentos. Hay leyes civiles que se crean para reforzar lo que se ha prometido en un documento público. Hay también legislación religiosa que castiga al que jura en vano. Sin embargo, al que sufre un fraude y es engañado, le da igual saber si el que le hizo daño será castigado por la justicia de Dios o por la justicia humana. Lo único que querrá saber es en qué se verá afectado el que lo perjudicó y si podrá recuperar algo de lo que perdió.
“No tomarás el nombre de Dios en vano.” ¿Qué implica entonces esto? Más allá de cuestiones religiosas quiere decir que no se debe utilizar a Dios. Que no se deben utilizar las grandes palabras para abusar de la confianza de tus semejantes. No debes invocar en nombre de lo trascendente, de la divinidad, de los grandes valores, de las libertades, de los objetivos públicos de la sociedad, para abusar de la confianza de tus semejantes, para engañarlos, para someterlos a tu capricho o a tu deseo. Lo valioso no debe ser utilizado para la mentira y el fraude, porque produce un ambiente de banalidad que termina quitando el peso y valor a los que debería ser más estimable.
(1) Ariel D. Busso es sacerdote argentino. Decano y profesor de derecho canónico en la Universidad Católica Argentina. Está considerado como uno de los canonistas más sobresalientes del país. Ha publicado artículos en diferentes periódicos, todos ellos relacionados con el derecho canónico y la Iglesia. Es autor del libro Pastores y fieles: Constructores de la Comunidad Parroquiana.
(2) Marcelo Capurro, periodista y publicitario argentino. En 1995 fue director del diario La Prensa. Actualmente es director de la revista argentina Debate.
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